26 oct 2010

Cosas, Tigre de Bengala.

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Bajo la mirada
al pasar entre una familia
que cocina en un angosto pasillo.


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Vi una concha fosilizada
que por estar rota en un costado
dejaba ver un manto de cristales
que habían crecido en su interior.


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Entre las grietas del valle
(brazos de agua que parten las montañas)
cruza un cuerpo liviano.
Lo veo asomarse por un balcón,
pararse sobre los dedos de los pies
alzando el culo.


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Una tormenta se desvió
después de haber rosado la ciudad.
Miré su negra puerta de nubes
desde un paso sobre nivel,
un puente mercado sobre la calle.


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Una moneda avanza rodando hacia la alcantarilla.
Miro como rueda y a su dueña que la pisa de pronto.


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Existe una botella de whisky local
que no lleva identificación rodeándola,
pero sí una serpiente adentro
que con los ojos blancos y la boca flácida
muerde a veces a algún otro animal.
He visto que sea una serpiente menor
o un alacrán o araña.
Un vendedor me dio a probar
era solo whisky suave y barato
pero vendido caro.


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El feto muerto de dos cabezas
envuelto en un paño rojo con oraciones.


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Las dos abejas petrificadas en miel
dura y brillante, envasadas en un
recipiente de plástico con forma
de cúpula.


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Es seguro que son falsas
las antigüedades
la piel de tigre
el blanco cuerpo de las calles
tarde cuando corran las posas
y la gente se apure
para cruzar, para llegar a casa.


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Cuando el cielo se levante
antes que yo y te reciba.


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2.



Puedo comprar un tigre muerto
sin ojos, sin agua corriendo por su cuerpo
y devolverlo a su divina reserva,
a caminar, al acechar a su alimento.

Puedo matar a un tigre
comprando su muerte
comprándolo cazado.
Pero si pago por la muerte de un tigre
no lo habré hecho
para decorar mis obras
sino
para hacerlo dios de nuevo,
hacer que su muerte
circule como sangre
en las venas de mi alma triste.

Porque cuando vi su cabeza muerta
estirada en el móvil quiosco
junto a monedas, tallados, estampillas,
lloré un segundo sin pensar en las alfombras,
en los trofeos de cazadores
o en la energía sagrada
que los chinos buscan al comer su carne.
No vi crimen,
ya no había carne dándole palpite a ese pelaje.
No vi extinción ni asesinato,
no vi codicia en el acto de sus anónimos victimarios.
Solo vi la muerte, sola,
la muerte de ese tigre de Bengala,
la muerte de un dios
diciéndome, sin querer,
que la comprara
y pagué lo menos posible.
Su muerte, mía, ahora respira de nuevo
pero triste y encarnada
en mi turística circulación.


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