15 jul 2010

Sueño más antiguo

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Mi ánimo decae al despertarme entremedio de la noche. Es que los recuerdos son agujeros, son heridas punzantes. Me pregunté: ¿Por qué esterilizar las jeringas para inyecciones letales? Lo harán en los hospitales cuando la eutanasia sea legalizada, aunque no sé si en las perreras. Lo hacemos en general, con los finales de los días, con los finales de las jornadas difíciles, de las tareas, de las intenciones, con los finales de las convicciones, al derrumbar una idea, al alzar una decisión. Mis dudas, mis convicciones, respuestas y decisiones cambian como los suelos de la tierra, como los climas. Se transforman de océano a pantano a tundra a bosque a jungla a desierto. Cuidado con los desiertos, los desiertos no se derrumban, no podré vivir en ese suelo de nuevo. Quizás se asoma por entre la arena un alacrán, se hacen ondas en la arena o se estrella un avión. Cuidado con los desiertos interiores, las preguntas muertas. Nunca matar la pregunta, siempre matar las respuestas, o dejarlas pasar como máscaras en un desfile, como un sueño fuera de la memoria. Quizás como con un único detalle que se recuerda de un sueño que no, nuestras convicciones pasadas dejan huellas, ruinas, polvo, ruido, amuletos en nuestra conducta. El sueño más antiguo que se recuerda, que yo recuerdo, es despertarme entremedio de la noche en el camarote que compartía con mi hermana, notar una luz apenas azulada y no levantarme de la cama, mirar desde acostado a la puerta que da al pasillo donde la luz es más fuerte y amarilla, sentir pasos que cruzarán pronto el pasillo y lo cruzan y el que los hacía era una persona, pero solo su esqueleto. Andaba como Pedro por su casa pero no era Pedro era mi mamá que al devolverse entró a mi habitación y sentó sus huesos a los pies de mi cama, apoyando su mano en mi pierna y preguntándome algo que no recuerdo y despidiéndose de un beso sin gesto porque el gesto del beso se hace con los labios no con el esqueleto. Los rostros de las calaveras tienen un gesto fijo, imparcial y casi eterno. Aunque por una intuición había reconocido a mi madre en ese esqueleto, no lograba construir ni alinear su imagen encima de esos huesos vivos. Esta sensación daba tintes de pesadilla al sueño, levemente aterrador, ya que no cundía en mí el pánico, sino solo ese descalce en el reconocimiento de un episodio familiar: el beso de buenas noches. En ese tiempo, en que dormía en camarote, muchos de mis sueños terminaban con esa “caída de pluma”, y cayendo así, con el cuerpo liviano, translúcido, atravezable, traspasaba como un fantasma la cama de mi hermana, arriba de la mía. En ese tiempo ella sufría de ahogos mientras dormida, despertaba emitiendo violentos expectores. Al aterrizar me despertaba. Al aterrizar, un final esterilizado, despertaba con pocos residuos, poca resaca, poco o nada que hacer durante el día, ningún deber, en ese tiempo todavía no iba al jardín infantil.

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